Exfoliación
La exfoliación es un fenómeno natural. Nuestras células nacen en la dermis y de allí suben a la superficie para morir y ser eliminadas. La descamación progresiva del cuerpo termina formando una capa de células muertas sobre la piel que impide que penetren los principios activos de cualquier tratamiento cosmético que nos apliquemos.
Las células muertas de la capa córnea necesitan, por tanto, ser eliminadas periódicamente.
Para ello se utilizan productos exfoliantes que no sólo arrastran esas células inertes sino que además extraen los residuos orgánicos y las impurezas. Una exfoliación es una limpieza profunda que renueva la epidermis, atenúa las arrugas, proporciona mayor suavidad e incrementa la permeabilidad de la piel que atrapa mejor las sustancias hidratantes o nutritivas que usemos posteriormente.
La eficacia de un exfoliante no depende de la fuerza con que se aplique sino de la regularidad en su uso. No sirve de nada frotarnos la piel hasta enrojecerla cada medio año. La exfoliación ha de practicarse con frecuencia (una vez cada 10-15 días es una buena pauta) y el producto se extenderá, con la mano o con una manopla, mediante movimientos suaves en sentido circular poniendo especial atención en las zonas rugosas como tobillos, rodillas y codos así como en la espalda, proclive a la acumulación de grasa y espinillas.
Los exfoliantes contienen diminutas bolitas o microesferas que liman las rugosidades y arrastran las células sin vida. Su acción es siempre superficial y no penetran en las capas profundas de la dermis. Lo mejor es aplicarlos sobre la piel ligeramente húmeda ya que así el producto se desliza mejor. Pueden presentarse con textura de gel o de crema; los primeros son más frescos y los segundos más suaves. Existe también un tipo de producto exfoliante que, además de sus funciones propias, actúa como gel de ducha.
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